Los zapatos del Papa Francisco

Opinión
/ 29 abril 2025

Hace años, el escritor mexicano Juan José Arreola escribió una carta inusual: no a un amigo, no a una autoridad, sino a su zapatero. En ese escrito, Arreola reprueba el trabajo realizado en la “reparación” de sus zapatos, expresándolo con severidad y lucidez: “Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio...”.

Sin limitarse al reproche, Arreola eleva su reclamo a una lección más profunda. Le expresa al artesano: “Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud...”.

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En esa carta, Arreola también agradecía el humilde servicio de aquellos zapatos que le acompañaron durante años difíciles: testigos silentes de largas jornadas de esperanza y dignidad. No eran zapatos lujosos, pero seguramente habían pisado la tierra con la terquedad de quien no renuncia a su destino.

Esta excepcional carta acudió a mi memoria al contemplar los zapatos del Papa Francisco con los que sería sepultado: esos mocasines negros, casi “escolares”. ¿Podía ser distinto, si desde su elección Francisco había rechazado las tradicionales zapatillas rojas para conservar los humildes zapatos negros que lo acompañaban desde Buenos Aires?

Francisco quiso conservar ese calzado “escolar” como un signo visible y permanente de su compromiso con la humildad. Evidencia de esta misma actitud fue también el modesto reloj “Casio” que siempre portó, acaso como un discreto recordatorio de los días de pobreza que acompañaron el humilde origen inmigrante de sus padres.

Francisco fue un Papa “pobre y para los pobres”, que encarnó la sencillez con acciones concretas, como renunciar a los privilegios del apartamento pontificio y elegir, en cambio, la austera habitación 201 de la residencia de Santa Marta.

NI PODER, NI HONORES

En el silencio del tránsito hacia la eternidad, sus gastados zapatos parecían gritar un mensaje inconfundible a cardenales, sacerdotes y a todos los católicos: que la verdadera grandeza no se viste de poder ni de honores, sino de sencillez, de servicio y de compasión y misericordia sin fronteras.

Los zapatos negros del Papa no eran de marca lujosa, sino sencillos compañeros de camino. No eran estandartes de poder ni de solemnidad, sino signos de entrega. Zapatos que conocieron el polvo de los callejones de su Argentina, el barro de los olvidados, la humedad amarga de los mares donde miles de migrantes pierden la vida, la aspereza cruel de los márgenes humanos. Calzados que narran una historia sin artificios: la historia de un caminar fiel, constante, hacia el corazón de los “descartados”, de los “invisibles”.

En ellos se guarda una enseñanza que resonará a través de las generaciones: la dignidad no brota del brillo exterior, sino de la integridad, de la coherencia entre vida y palabra, y de la fidelidad silenciosa al amor y a la verdad.

TESTIGOS

Los zapatos “escolares” de Francisco no brillaban. No relucían con cuero curtido ni ostentaban gemas. Eran unos zapatos obedientes que, sin duda, le habían servido por mucho tiempo y que fueron moldeados para el polvo de los caminos y el sufrimiento de los olvidados, de los excluidos, de los migrantes, y de los indigentes que solían hacer de la columnata del Vaticano un refugio donde resguardarse.

Estos mismos zapatos pisaron las cárceles donde el alma se retuerce entre cadenas invisibles; hospitales donde la muerte ronda en cada espacio; lugares donde el hambre no sólo es física, sino también espiritual. Caminaron por territorios donde los derechos humanos siguen siendo una promesa incumplida, donde la dignidad es inexistente y donde la fe resiste como el último refugio frente al desamparo.

COMPAÑEROS

Jamás fueron zapatos de hechura para caminar sobre mármol, sino para el barro y la tierra sufrida de desesperación humana. No buscaron alfombras rojas, sino esos terrenos irregulares donde se borda la vida verdadera de los abandonados. No conocieron la distancia aséptica del protocolo: pisaron cerca, tan próximo de las heridas humanas que llegaron a incomodar a esos que usan la iglesia para beneficio propio, para colmar sus dogmas, excesos y vanidades.

Los zapatos de Francisco los percibo como testigos de miles de noches en vela, donde las decisiones pesaron más que el oro; compañeros de oraciones susurradas, de soledades abrazadas, de luchas silenciosas donde la misericordia triunfó.

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Los zapatos de Francisco hoy son testimonio. Cada arruga en su piel, cada desgaste en su suela, cada mancha que el tiempo y la vida les imprimieron, se ha convertido en un mensaje silencioso que dice: “No fui un Papa que vino desde los confines del mundo para ser servido, sino para servir”.

HERENCIA

Ante los humildes zapatos de Francisco innumerables cardenales, obispos, sacerdotes y fieles se verán confrontados. Porque la herencia de esos zapatos no se adaptará a pies acostumbrados al lujo o al privilegio. No acogerán a quienes busquen tronos más que cruces, ni a quienes teman ensuciarse las manos por temor a perder su estatus. Serán un espejo implacable para quienes hayan endurecido su corazón.

Recordarán que la Iglesia no fue fundada para custodiar la exclusión, sino para ser hogar de todos los hombres y mujeres, en especial de los más frágiles. A los humildes, en cambio, les hablarán en voz baja: les enseñarán que la verdadera fidelidad no está en conservar el poder, sino en multiplicar la compasión; que la verdadera tradición no es resistirse al viento del Espíritu, sino abrirle las puertas con reverencia.

Los zapatos de Francisco seguirán predicando: serán un perenne recordatorio de que la verdadera fortaleza y continuidad de la Iglesia residen en la amplitud de su corazón abierto, capaz de acoger a todos, sin excepción, en su sagrado seno.

LECCIÓN

Pero no sólo los pastores de la Iglesia son interpelados por estos viejos zapatos. También lo son quienes son gobernantes, empresarios y líderes sociales.

Ellos también están llamados a mirar esos zapatos gastados, a preguntarse si sus caminos son caminos de vida, de servicio o de corrupción y destrucción. A preguntarse si el poder que ejercen ha sido para aliviar cargas o para imponerlas; si la riqueza que administran ha sido fuente de vida o instrumento de exclusión.

Francisco ha recordado al mundo que el poder verdadero nace del servicio, no del dominio. Que quien gobierna debe velar primero por el más pequeño, no por el más fuerte. Que quien emprende debe medir su éxito no por la magnitud de sus beneficios, sino por la dignidad de los rostros que su obra ha elevado.

Esos zapatos enseñan que dirigir no es buscar distinciones, sino construir puentes; que ser líder no es aferrarse a privilegios, sino arriesgarse a perderlos por actuar con integridad y honestidad.

Esos zapatos a todos nos convocan a construir una auténtica “amistad social”, dentro de nuestra propia comunidad y sociedad, para hacer posible una auténtica apertura y fraternidad universal.

Al final, esos vetustos zapatos recordarán a los “poderosos” que la única memoria digna de permanecer no será la de sus escaños, sino la de las heridas que supieron aliviar a los más vulnerables.

Porque el poder que no se convierte en servicio es corrupción. Los discursos que dividen a la sociedad se transforman en vinagre y veneno mortal para quienes los pronuncian. Y la riqueza que no se convierte en bendición es ruina, desencanto y, por qué no decirlo, una maldición para quienes la ostentan.

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NO...

Los zapatos de Francisco hoy nos murmuran: “No camines para que te vean. Camina para que otros encuentren el camino. No sirvas para ser recordado. Sirve para que otros vivan. No construyas templos de piedra. Construye templos donde habite la fuerza de la misericordia. No segregues. No condenes. No endurezcas tu corazón. Ama sin medida. Camina sin miedo. Entrégate sin reservas”.

Insisto, los zapatos desgastados de Francisco seguirán proclamando, generación tras generación, que ni la Iglesia ni el mundo se edifican sobre la ilusión del prestigio ni sobre la fuerza del poder, sino sobre los pasos humildes de quienes transforman su servicio en actos vivos de misericordia.

Y que, al final, el único camino que salva es el que se recorre descalzos de uno mismo, revestidos de humildad, de compasión y del respeto sagrado por la dignidad de los “otros”.

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