Lo que verdaderamente nos une

Opinión
/ 6 mayo 2025

En un rincón olvidado de la historia, casi como si el destino lo hubiera tejido en el silencio, un pequeño gesto de dignidad y pobreza encendió la chispa de una de las invenciones más humanas de la era moderna: el sello postal. Ese pequeño cuadrado adherido a un sobre no solo representaba un pago; era símbolo de intención, de presencia, de afecto enviado a través del tiempo y la distancia.

Quizá hoy suena extraño, pero la invención de los sellos postales representó una notable contribución a las comunicaciones. El 1 de mayo de 1840 hizo su aparición el primer sello de correos impreso en el mundo (que se conoció como el “penny black”) y que incluyó el retrato de la Reina Victoria de Inglaterra.

HISTORIA

Cuenta la leyenda que, en 1835, el profesor inglés Rowland Hill, durante uno de sus viajes por Escocia, decidió hospedarse en una posada para resguardarse del frío. Mientras se calentaba al fuego, fue testigo de una escena que lo marcaría para siempre. El cartero del lugar entró y entregó una carta a la mujer que atendía el sitio.

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Ella la tomó con delicadeza, la examinó como quien sostiene un objeto cargado de significado, y tras unos instantes de contemplación, se la devolvió al cartero: no podía pagarla.

Hay que saber que, en aquellos tiempos, era el destinatario quien asumía el costo del envío, y el precio –siempre alto- se calculaba por la distancia recorrida, no por el peso de la misiva.

Hill, sorprendido y movido por la escena, se ofreció a cubrir el costo. La mujer le agradeció, pero se negó, agregando: “Señor, le agradezco de veras el detalle que ha tenido de pagar el importe de la carta. Soy pobre, pero no tanto como para no poder pagar ese coste. Si no lo hice, fue porque dentro no hay nada escrito, sólo la dirección. Mi familia vive a mucha distancia y para saber que estamos bien nos escribimos cartas, pero teniendo cuidado de que cada línea de la dirección esté escrita por diferente mano. Si aparece la letra de todos, significa que todos están bien. Una vez examinada la dirección de la carta la devolvemos al cartero diciendo que no podemos pagarla y así tenemos noticias unos de otros sin que nos cueste un penique”.

Sencillo: la familia había acordado usar códigos en el sobre para saber cómo estaban sin tener que abrirla. Leerla significaba pagar, y ellos no podían permitírselo. Aquella carta, sin abrir, ya estaba “leída”.

SEMILLA

Ese momento sencillo, silencioso, profundamente humano, tocó a Hill con fuerza. ¿Cómo era posible que el derecho a la comunicación dependiera del dinero? ¿Cómo podía aceptarse que una madre no leyera a su hijo por falta de monedas?

La semilla quedó sembrada. Cinco años después, en 1840, Rowland Hill impulsó la creación del primer sello postal de la historia: el Penny Black.

Desde entonces, el mensaje ya no era un lujo: era un derecho prepagado, una intención sellada con afecto y anticipación.

Desde entonces, ese pequeño sello fue testigo de lo mejor de la humanidad: cartas de amor, de duelo, de esperanza; confesiones escritas con manos temblorosas; noticias esperadas durante semanas; dibujos infantiles para padres ausentes. Las palabras no viajaban rápido, pero llegaban cargadas de alma.

ESTO ME IMPORTA...

Aquel invento se propagó como pólvora. En pocos años, los países adoptaron el modelo. En México, por ejemplo, los primeros sellos postales aparecieron en 1856, con el rostro de Hidalgo, llevando consigo la promesa de unir a los separados por el territorio o el tiempo.

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Indudablemente, durante más de un siglo, el sello postal fue mucho más que una herramienta logística: fue una declaración de intención. Un acto deliberado que implicaba pensar en el otro. Elegir el papel. Escribir con cuidado. Buscar el sobre. Pegar el sello. Caminar hasta el buzón. En cada uno de esos pasos había una afirmación silenciosa: “Esto me importa”; “Quiero estar contigo, aunque no esté presente”.

Y al otro lado, quien esperaba la misiva, no lo hacía con ansiedad vacía, sino con esa expectación sagrada que sólo nace cuando el corazón ha sido tocado por la posibilidad del encuentro. Se aguardaba al cartero con ansias, como quien espera un milagro cotidiano.

Y LUEGO, VINO EL VÉRTIGO

Hoy, los mensajes llegan antes de ser pensados. Vivimos en la era de la velocidad y la conexión constante, de los mensajes automáticos. Y, sin embargo, nunca habíamos estado tan desconectados. La pandemia —ese paréntesis existencial que nos obligó a detenernos— nos reveló una verdad incómoda: no sabíamos estar con nosotros mismos, ni con los otros.

Desde entonces, algo se ha roto en la forma en que nos miramos, en cómo nos escuchamos, en cómo nos acompañamos. Nuestra atención se ha fragmentado, atrapada entre notificaciones, pantallas y distracciones interminables. Las conversaciones ya no fluyen: compiten con celulares que vibran sobre la mesa. La mirada se pierde en una pantalla mientras alguien frente a nosotros se atreve a compartir su alma.

¿En qué momento estar presentes se volvió opcional? ¿Desde cuándo escuchar dejó de ser un acto de generosidad? ¿Por qué sentimos que un mensaje es suficiente para reemplazar una visita, una llamada, una presencia?

La gran herida es la ausencia de atención: el abandono de esa oportunidad fraterna para vernos reflejados en los otros... en los demás.

INTERCAMBIO

Hoy, la tecnología nos permite comunicarnos con cualquiera, en cualquier momento, desde cualquier lugar. Las palabras ya no viajan; se transmiten. No tienen que esperar, ni ser leídas con manos temblorosas bajo la luz de una lámpara. Todo es instantáneo. Y, sin embargo, nunca hemos estado tan lejanos.

Hablamos más, pero nos escuchamos menos. Escribimos más, pero sentimos menos. Las notificaciones sustituyeron al timbre del cartero, y las emociones se redujeron a íconos. Hay algo profundamente irónico en que, mientras más herramientas tenemos para comunicarnos, más difícil se nos hace conectarnos. Hemos intercambiado la intimidad por la inmediatez, y lo profundo por lo práctico.

INDIFERENCIA

Lo vemos a diario: personas que “atienden” con el celular en la mano y la mente puesta en otra conversación, mientras alguien frente a ellas —cliente, amigo, hijo— aguarda, en silencio, una señal de humanidad. Jóvenes que ya no saben sostener una charla sin interrumpirse para mirar una pantalla. Adultos que han olvidado cómo habitar el silencio sin refugiarse en una notificación. Hijos que comen con sus padres sin cruzar palabra alguna.

Familias enteras que, en la mesa, comparten el pan... pero no la consideración, menos la atención: sus verdaderos acompañantes son los celulares y ese incesante aviso digital que anuncia que “alguien” ha escrito, aunque ese “alguien” casi nunca sea significativo ni para el remitente y menos para el destinatario.

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Vivimos una pandemia de indiferencia total; silenciosa de atención ausente para los presentes. De la persona presente, pero ignorada. La gente habla, pero no se escucha. Se saluda, pero no se mira. Se responde, pero no se siente. Y todo ello ha generado un nuevo tipo de soledad: la de estar rodeado de gente que no está verdaderamente ahí.

REVOLUCIONARIO

Por eso, quizás, valga la pena volver la mirada al origen del sello postal. No como un gesto de nostalgia, sino como advertencia, como recordatorio. Porque ese pequeño cuadrado nació no solo para que las cartas llegaran, sino para que los vínculos perduraran. No para apresurar las palabras, sino para darles peso, dedicación y presencia.

Y en estos tiempos de velocidad vertiginosa, pero vacía, de relaciones instantáneas y corazones distraídos, tal vez debamos volver a esa lógica antigua: que el otro merece ser escuchado con todos los sentidos, no con el 20% de la atención. Que escuchar es un acto revolucionario. Que mirar a los ojos es una forma de tocar el alma y la expresión más genuina de nuestra humanidad.

Porque no todo lo que nos comunica, nos conecta. Y no todo lo que nos conecta, nos transforma. Pero aquello que hacemos con intención, con presencia y amor —aunque sea un pequeño sello en un sobre—, puede seguir siendo lo que verdadera y auténticamente nos une desde la profundidad de nuestros corazones.

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